15.12.06

Navidades

Las navidades son muy raras. Parece que a nadie le importan demasiado pero no estoy segura de que sea así. En mi caso las fiestas de diciembre vienen con el desasosiego y por eso siempre estoy desubicada: en medio de mi familia, de la familia de unos amigos o de una familia política. Da igual. Desde que recuerdo ha sido así. De hecho, me pasan cosas increíbles. Hace un par de años, por ejemplo, tuve un ataque de asma, a mí que nunca me había dado asma, y en lugar de comer las uvas tuve que ir al hospital.
Para empezar, todas las personas que conoces y que durante el año ves con frecuencia se evaporan en navidad. Es lo normal. Así que uno nunca sabe exactamente qué hacer. Este año tomé la iniciativa de invitar a unos amigos a cenar en casa, ahora que la Tieta y yo nos hemos mudado a un apartamento más grande y más acogedor.
Mis amigos prácticamente desconocidos son extranjeros y esta es una buena razón para reunirlos ese día. Creo que seremos un grupo estupendo porque la experiencia me dice que cuando en el grupo hay al menos un extraño, aparte de uno mismo, se produce un efecto tranquilizador. En mí ya ha comenzado a producirse: estoy contenta sólo por el hecho de saber desde hace un par de semanas lo que voy a hacer. Tanto que el mayor problema consiste en encontrar un menú navideño que se adapte a la tradición de México, Estados Unidos y Venezuela, y este tipo de problemas son los mejores de la vida.

Sin embargo, no cabe duda de que siempre hay una excepción a la regla. Entre 1994 y 1999 las navidades no fueron para mí ni sobresaltos, ni angustias, ni tristezas. Si no fuera por esos años, por ese paréntesis, no guardaría ninguna esperanza de que las cosas pudieran mejorar.