Desde que estoy en España algunas cosas me han dado tanta alegría que por sí mismas justifican la distancia, las energías y la nostalgia que conlleva vivir fuera del terruño. A pesar de que, por otra parte, hay razones para estar por aquí, esos afortudanos episodios me hacen creer que además de sobrevivir puedo disfrutar en grande. La casa frente al mar donde vivía en Tenerife, el concierto de The Cure en Santiago, la Semana Negra de Gijón o mis primeras fiestas de barrio, en Malasaña, Lavapiés y La Latina, por poner algunos ejemplos.
Trabajar en la Feria del Libro de Frankfurt, sin duda, no está en esa categoría. No se trata de algo especialmente placentero ni nada parecido a aquellas emociones, más pacíficas o románticas o sublimes. Se trata más bien de una revolución, que ahora mismo no puedo agrupar ni comparar con otras experiencias. Lo de Frankfurt es algo excitante, como una sobredosis de adrenalina, un shock para la conciencia.
Desde que empecé a trabajar he estado vinculada a los libros siempre, de alguna u otra manera: en la Cadena Capriles, el Banco del Libro, la Universidad Central, el Museo de Bellas Artes... En la editorial Lengua de Trapo y ahora en La Fábrica, y ni de lejos estaba preparada para la sorpresa que me iba a llevar en Frankfurt.
Cuando se aventuraban en Caracas con la primera Feria del Libro, aquella en el Teatro Teresa Carreño, yo intentaba amaestrarme para el trabajo y meter por el aro mi vocación dispersa (tareas que sigo llevando a cabo, religiosamente). Por ahí me enteré de que la Feria de Frankfurt existía, como quien oye repicar unas campanas en otro planeta, eso sí. Desde entonces he tenido mucho tiempo para fantasear sobre ese tema y, poco a poco, perderle el miedo.
Sin embargo, no es lo mismo ver a King Kong en el cine que verlo en persona. Encontrarse a la fiera más grande del mundo y verla actuar en directo me dejó sin palabras o, mejor dicho, con todas las palabras revueltas y la cabeza más confundida que nunca. Es cierto que King Kong arrasa con todo: con los pequeños edificios y con los rascacielos más orgullosos. Yo estuve allí la semana pasada. Creo que uno sobrevive sólo para contarlo.
Dejando a un lado esta impresión apocalíptica, lo mejor de Frankfurt fue encontrarme con Natalia Alcolea, Johanna Richter y Javier Azpeitia. Conocer a dos chicas estupendas: Gema y Alejandra, de El Zorro Rojo y de Ediciones B. Recibir la visita de Marjorie y Gustavo, que como yo se fueron de Caracas hace más de tres años y ahora viven en Bruselas, con su hijo Gonzalo, a quien conocí finalmente.
Lo más sorprendente: pasar frente al stand de Anagrama y ver al mismísimo Jorge Herralde, cuchillo en mano, cortando un jamón, rodeado de un público expectante. El hall de los agentes, ciencia ficción. Las editoriales africanas, increíble pero cierto. El restaurante Adolf Wagner, en Schweizer Str., recomendado ampliamente a todos los carnívoros de fondo. En el stand de la República Bolivariana de Venezuela conseguí un libro pequeñito de José Roberto Duque, uno de distribución gratuita que salió en el 2005 y que yo no tenía: Vivir en la frontera. Ojalá que mis libros de historia y geografía hubiesen tenido el estilo JRD.
Definitivamente, esa feria, como la película del monstruo, tiene un componente adictivo y lo que más me gusta es haberme dado cuenta de que estoy preparada para dejarme sorprender. Cómo me gustaría a mí volver el año que viene.
11.10.06
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2 comentarios:
Qué suerte Emi, no puedes pedir más! Me imagino nuestra "feria" del libro a la "n"...
Para el anio que viene ahi estaremos. Ademas que, la cenita en Schweizer, va seguro.
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