7.12.07

Infancia

Un domingo fuimos a comer en casa de una familia de inmigrantes españoles, amigos de mi padrastro y de mi madre, en La Candelaria. No recuerdo sus nombres pero la dueña de la casa era costurera. Había mucha gente, familia y amigos. Hasta que logré estar sola en el taller de costura pasó un tiempo. Un cuarto grandote, con maquinas, mesas de trabajo, muebles con cajones de madera, hilos de colores, revistas de moda, carretes de encajes, patrones, dibujos, abalorios, maniquíes medio vestidos, tijeras enormes y afiladas, almohadillas con alfileres de cabeza... Un parque temático de los 70. En mi casa no había visto jamás algo parecido, ninguna herramienta o materiales de aquellos y estaba absolutamente deslumbrada. Al final, cuando nos regresábamos a casa por la noche, en el carro, se dieron cuenta de que llevaba entre las manos un rollito de cinta bordada. Nos devolvimos de inmediato, después de una de las cóleras de Aquiles. Tuve que tocar la puerta, entregar el souvenir de aquella isla del tesoro y pedir perdón a su dueña. No he aprendido a coser pero desde entonces sueño con hacerlo.

Un día antes de la primera comunión nos pidieron a todos los niños que fuésemos a un ensayo general. Esperábamos sentados en los bancos a que uno por uno le llegara el turno de su encuentro con el cura. Primero hablaba un rato con ellos y luego les daba la ostia. Los comulgantes noveles se pasaban un rato de rodillas, con actitud de constricción. En eso me di cuenta de que el niño que estaba a mi lado era mi vecino. Se llamaba Ricardo y vivía en una casa frente a mi edificio, en La Florida. Nos conocíamos de vista solamente. Enseguida me contó con rabia que la marca roja que tenía en la cara había sido una de las palizas de su padre. No sabía qué hacer, pero conocía esa rabia, y le propuse que saliéramos al patio. Al fin y al cabo el cura no se iba a enterar, quedaban muchos niños todavía. Estuvimos jugando juntos el resto de la tarde. El día de la comunión fue un día estupendo. Me regalaron el libro de Heidi. Ricardo y Heidi son el mejor recuerdo que tengo de mi primera comunión.

Con diez años, cuando estaba cursando cuarto de primaria, le escribí a José Guillermo, una nota para que se empatara conmigo. Esa era la manera de hacerse novio o novia de alguien. Aunque la mayoría de las niñas que yo conocía no hicieron algo así, yo me decidí porque era un amor irremediable. Sobre el mismo papel me llegó una respuesta afirmativa, escrita por él o uno de sus amigos, donde se me proponía una cita para cerrar el pacto, que consistía en un beso. El lugar del encuentro era la cueva "Kiss", en la zona verde del colegio. Mi colegio no tenía parque, tenía zona verde. En mi país eso quiere decir un terreno, un fragmento de la naturaleza dejado de sí. A la hora, con los ojos cerrados, nos dimos un beso relámpago, delante de unos diez chicos. Inmediatamente salí de la cueva y al subir por la cuesta me caí sobre un matorral y me rompí la falda. No sé cómo pero todos en el patio de recreo sabían lo del beso y al verme con la falda rota la cosa se transformó en un escándalo. El joven director del colegio, que hasta entonces parecía ser un tipo bien moderno, nos hizo pasar a JG y a mí entre dos filas larguísimas de alumnos. Fue un simulacro de boda en toda regla.

1 comentario:

Maie dijo...

Que comico este combo de recuerdos...ahhh la infancia...yo fui una eterna enamorada...desde chiquita...pero jamas me atrevi a pedirle el empate a nadie..mujer que osada...yo me moria de la pena jajajaja