27.9.07

Esconder un libro

Los libros de autoayuda y las telenovelas se parecen mucho. Las telenovelas tienen una gran audiencia y los libros de autoayuda dan esperanzas a las ventas del sector editorial. Ahora bien, nadie da un voto a favor de ellos.
El mejor ejemplo empieza por casa. Ismenia, la señora que me crió, veía todas las telenovelas sin verlas. Sabía con precisión el color del vestido con el que la amante de Gustavo Adolfo se había aparecido una noche en casa de su mujer para decir que estaba embarazada. Así con las tramas de todas las telenovelas. Sin embargo, si un día alguien le hacía una pregunta del tipo: ¿Ismenia, cuántas telenovelas sigues? Ella decía, con seguridad: ninguna, son todas malísimas.
Me parece que lo mismo pasa con los libros de autoayuda. Salimos de la librería con el último premio Nobel en la mano pero cuando nos deja el hombre de nuestras vidas y compramos: No le llames más, las cosas cambian drásticamente. Ese libro lo sacamos de la librería dentro de la bolsa y dentro del bolso y sólo al llegar a casa, en un rincón oscuro, lo sacamos para forrarlo en papel, preferiblemente doble, con el firme propósito de que nadie se entere en el metro del tipo de literatura que llevamos entre manos.
Por curioso que parezca la desaprobación y el ocultamiento de estas fuentes de recreación y salvación ocurren a espaldas de una premisa que supuestamente nos libera de toda condena, la premisa de que todo es cultura desde el siglo XX. Entonces, ¿por qué somos reacios a poner la novela de Alessandro Baricco junto al libro de Jorge Bucay en la estantería? ¿Doble moral?

Con todo esto empiezo a sacarme una vieja espina: escribir una apología del libro de autoayuda.

Continuaré.

20.9.07

Non, je ne regrette rien

Tomando en cuenta que nuestras vidas se tuercen espontáneamente y que no hay que hacer ningún esfuerzo para que algo salga mal, creo que ser escéptico o pesimista o conformista se ha convertido en una conducta esperada. Por esa razón, quien se enfrenta a las cosas difíciles con valor e intenta cambiarlas puede considerarse un ingenuo o un loco. Así es como los optimistas han desaparecido del vecindario.

Lo más común es encontrar a un escéptico en todas partes: en una pareja, en una empresa, en una fiesta, en un accidente. Les reconocemos básicamente porque no les importa nada. Es casi imposible relacionarse con ellos si uno es diferente. Digamos que es imposible contarles un problema, discutir, sorprenderlos o involucrarlos en algo, pero eso sí: es muy fácil tenerles algo de envidia. Los escépticos no son personas conformistas, simplemente no tienen esperanzas y se meten en menos problemas.
El optimista, por defecto, no es una persona inconforme. Lo que pasa es que tiene expectativas o esperanzas o deseos y saca fuerzas de donde sea con tal de no conformarse.

A la hora de tomar una decisión es imprescindible tener las cosas claras y saber de qué lado estamos. ¿Compras el billete de lotería? ¿Aceptas unas disculpas? ¿Te cambias de trabajo? Pero no es tan sencillo. A veces me confunden las generalizaciones, esa manía que tiene la gente de generalizar: todos los jefes son iguales, todas las familias son iguales, todos los hombres (o las mujeres) son iguales. Estos preceptos señalan que nada puede ser mejor y funcionan como un complot contra del cambio.

Afortunadamente, la confusión no puede ser eterna y tenemos que elegir siempre. Probamos, buscamos sombra, cambiamos, renunciamos, respiramos, nos cortamos el pelo, nos mudamos, escapamos de los leones. Todo eso para estar mejor y, le duela a quien le duela, los errores están contemplados. Defiendo a la gente que tiene expectativas y esperanzas y deseos suficientes para hacer lo que haya que hacer, y sobre todo defiendo a los que no se arrepienten de nada.