Mi lugar preferido de pequeña era el Centro de Caracas. No vivíamos allí pero Ernestina e Ismenia, las mujeres que me criaron, me llevaron todos sábados. Íbamos en autobús: uno grande, azul y blanco, por la Andrés Bello y la Urdaneta. Un sábado nos bajábamos del autobús en la joyería Arte Katino y otro en el correo de Carmelitas.
El paseo se trazaba fundamentalmente en tres ejes: la Plaza Bolívar, el Pasaje Zing y la Plaza El Venezolano.
En la Plaza de Bolívar ya había que hacer milagros para encontrarse a una pereza pero la buscábamos igual. Luego, un tour por la Catedral para dejar prendida una vela y otro por nuestro dorado personal: el edificio de La Francia, la joyería de las joyerías. Encontrarse con Dios y con el Diablo, en diagonal, tiene su gracia.
Al Pasaje Zing, un sitio moderno, precioso, con escaleras mecánicas de madera, íbamos de shopping. Aunque a veces no compráramos nada. Cuando conocí el centro comercial de las torres gemelas en Nueva York, me acordé del Pasaje Zing. Tienen un punto de comparación sólo en mi cabeza infantil, pero lo tienen. La meta era estar dentro de una tienda de ropa para mujeres y niñas, donde alguna que otra vez me compraban unos zapatos o un vestido, que yo misma podía elegir. Toda la ropa colgada estaba envuelta con un forro transparente y eso le daba un toque tradicional, típico del Centro de Caracas. Nunca he visto eso en otra parte.
La Plaza El Venezolano era el escenario principal de la gala. Allí estaban todas las piñaterías, donde empecé a soñar y a desear y donde me inicié como consumidora. Me gastaba los ahorros de la semana en baratijas de vaga definición. También estaba La Linda, una mercería donde buscábamos siempre algo: un hilo de color raro, una aguja para bordar, seis botones para una camisa, un par de broches para una falda, un cierre azul, un metro de liga blanca. De ahí pasábamos a la casa de Simón Bolívar y me decían: “sólo un paseo veloz, negrita” y eso hacía. Al final almorzábamos en La Atarraya, carne a la parrilla. A pesar de lo poco que yo comía entonces era la mejor comida del mundo y, por supuesto, el mejor restaurante.
Aquel paraíso ha terminado hace mucho. Caracas ha cambiado como es natural que pase en un país joven y revuelto. Ahora debe haber otro centro de Caracas. Por otra parte yo vivo aquí desde hace cuatro años y estoy muy lejos. Sin embargo, estoy segura de que descubrí en la infancia el secreto de la felicidad que consiste en la repetición de las pequeñas cosas, gracias a estas dos maravillosas mujeres.