24.7.07

Odette. Una comedia sobre la felicidad

En las películas francesas, a excepción de Amelie, siempre hay un personaje central que intenta convencer a los demás de que el resentimiento es la única forma de vida válida y que, como consecuencia de ello, las buenas intenciones no existen en realidad. Me pone de muy mal humor escuchar a los franceses en el cine criticar a los norteamericanos y a su país, por poner un ejemplo, desde una absurda perspectiva de superioridad. Por eso, cuando alguien me dice que no le gusta Amelie, lo entiendo, porque creo que se trata de una película naturalmente antifrancesa. Me acordé de todo esto el otro día porque ví Odette, una comedia sobre la felicidad. Las energías que tiene esa mujer para llevar adelante su vida, su sentido práctico y el enfoque optimista que predomina en todas sus acciones es para quitarse el sombrero, sin más.




Hoy a las 7:30, en lugar de ir al trabajo como lo hago siempre, en autobús, he ido andando. Atravesé el parque de El Retiro y tuve media hora para desintegrarme en el paisaje y olvidarme de las circunstancias. Como un baño en el mar.

Mi horóscopo dice que las circunstancias no son favorables en el trabajo, con razón. Lo bueno es que las vacaciones empiezan el 27 de julio, y este año sí tengo un plan. Voy a Portugal, y durante 28 días podré mirar de frente al Atlántico.

No voy a tomar ninguna decisión importante. No se toman decisiones en las vacaciones. Me voy a llenar de energía para las que voy a tomar al llegar. Necesito esa energía. Me acordaré de Odette, y de Amelie, por supuesto.


19.7.07

María dos Prazeres

Hay un cuento de García Márquez que se llama María dos Prazeres, que me ha despertado la necesidad de estar preparada. Ella es una colombiana que ha hecho su vida en Barcelona, como prostituta. Cuando empieza a sentir que el final está a punto de llegar, quiere comprar una parcela en el cementerio de Montjuic. En ese cementario, que está encima de la montaña, estará siempre a salvo de las inundaciones y podrá escapar de una de sus pesadillas. Lo leí hace mucho y no ha dejado de acompañarme.

Ayer fui a una conferencia informativa sobre el Máster de Dirección de Marketing y Ventas en el Instituto de Empresa. No fui por equivocación o por simple curiosidad. Tengo una razón de peso para plantearme una opción así.

No quiero llegar pobre a la vejez. No hay nada más. Cada uno tiene sus debilidades y yo quiero tener vestidos bonitos, quiero usar unos Chanel que me tapen la cara, llevar cada pelo en su sitio, visitar a mis amigos por el mundo y recibirlos en mi casa, ir a la librería y al cine después de la siesta, hacer talleres en los museos, levantarme todos los días en un pequeño apartamento, impecable, frente al mar y, sobre todo, quiero recorrer Italia.

Es muy sencillo: me he dado cuenta de que por el camino que voy no es posible. Creo que ese Máster puede ayudarme a dar un giro que me permita dentro de 30 años tener la vida que quiero. Evidentemente la decisión implica muchas cosas: una deuda, un cambio de mentalidad, un esfuerzo personal, un voto de confianza en mí. No estoy segura de que lo vaya a hacer, no estoy segura de que ese Máster sea la única opción, pero lo voy a pensar.

17.7.07

Barcelona

Nada más me bajé en Sants y ya se notaba la diferencia: entre Barcelona y Madrid, dejando a un lado las consideraciones formales, la diferencia fundamental es la playa, sin lugar a dudas. ¡En Madrid no hay playa, vaya, vaya!
Una ciudad que gira en torno al mar, como Barcelona, es otra cosa. No se trata de una traición a mi pasión por el Caribe ni una de las trampas de la memoria. Atravesé La Barceloneta hacia la playa con taquicardia y eso es lo que cuenta.
Quizá lo más difícil de vivir en Madrid sea sobrevivir al verano. En invierno no me doy cuenta de que estoy atrapada en Castilla, por eso a partir de mayo lo único que quiero es llegar al mar.
Ahora que estoy de vuelta me imagino que Araya va a jugar esta tarde en la Playa del Ensanche. Me la imagino sonriendo con sus pañales acuáticos y mi estancia aquí en Castilla se diluye fácilmente.

Amén a la copa de cava que nos tomamos sus padres y yo en la terraza de La Pedrera, el sábado por la noche. Espero entrar en el dinámico periplo de la estirpe de Araya lo más pronto posible, no me quiero peder sus primeras palabras que están a punto de salir.

6.7.07

El Centro de Caracas

Mi lugar preferido de pequeña era el Centro de Caracas. No vivíamos allí pero Ernestina e Ismenia, las mujeres que me criaron, me llevaron todos sábados. Íbamos en autobús: uno grande, azul y blanco, por la Andrés Bello y la Urdaneta. Un sábado nos bajábamos del autobús en la joyería Arte Katino y otro en el correo de Carmelitas.
El paseo se trazaba fundamentalmente en tres ejes: la Plaza Bolívar, el Pasaje Zing y la Plaza El Venezolano.
En la Plaza de Bolívar ya había que hacer milagros para encontrarse a una pereza pero la buscábamos igual. Luego, un tour por la Catedral para dejar prendida una vela y otro por nuestro dorado personal: el edificio de La Francia, la joyería de las joyerías. Encontrarse con Dios y con el Diablo, en diagonal, tiene su gracia.
Al Pasaje Zing, un sitio moderno, precioso, con escaleras mecánicas de madera, íbamos de shopping. Aunque a veces no compráramos nada. Cuando conocí el centro comercial de las torres gemelas en Nueva York, me acordé del Pasaje Zing. Tienen un punto de comparación sólo en mi cabeza infantil, pero lo tienen. La meta era estar dentro de una tienda de ropa para mujeres y niñas, donde alguna que otra vez me compraban unos zapatos o un vestido, que yo misma podía elegir. Toda la ropa colgada estaba envuelta con un forro transparente y eso le daba un toque tradicional, típico del Centro de Caracas. Nunca he visto eso en otra parte.
La Plaza El Venezolano era el escenario principal de la gala. Allí estaban todas las piñaterías, donde empecé a soñar y a desear y donde me inicié como consumidora. Me gastaba los ahorros de la semana en baratijas de vaga definición. También estaba La Linda, una mercería donde buscábamos siempre algo: un hilo de color raro, una aguja para bordar, seis botones para una camisa, un par de broches para una falda, un cierre azul, un metro de liga blanca. De ahí pasábamos a la casa de Simón Bolívar y me decían: “sólo un paseo veloz, negrita” y eso hacía. Al final almorzábamos en La Atarraya, carne a la parrilla. A pesar de lo poco que yo comía entonces era la mejor comida del mundo y, por supuesto, el mejor restaurante.

Aquel paraíso ha terminado hace mucho. Caracas ha cambiado como es natural que pase en un país joven y revuelto. Ahora debe haber otro centro de Caracas. Por otra parte yo vivo aquí desde hace cuatro años y estoy muy lejos. Sin embargo, estoy segura de que descubrí en la infancia el secreto de la felicidad que consiste en la repetición de las pequeñas cosas, gracias a estas dos maravillosas mujeres.