26.12.07

Hallacas made in Spain


El sábado, en el paso de cebra que está frente al Corte Inglés de Goya, la señora que iba a mi lado le decía a su acompañante: ¡Vamos mujer, date prisa, se van a acabar los turrones, estoy segura! Detrás de ella entré en la tienda y me perdí en la abundancia. Allí, en la meca de las compras navideñas, había innumerables familias envueltas por el olor de los jamones, entre filas de mazapan, torres de champagne y langostinos bien dispuestos en el mostrador. ¿Cómo serán sus reuniones familiares? Me pregunto siempre en víspera de nochebuena.

Gracias a las contradicciones afortunadas hay una tradición en mi vida. Tiene que ver con la navidad venezolana y con las dos mujeres que me criaron, Ernestina e Ismenia. Así que este año intenté revivir esa tradición que para mí significaba una actividad llena de placeres.

Hacer hallacas implicaba hacer una gran colecta de ingredientes. Disponer de dos días dedicados a la labor. Experimentar con la transformación de las texturas, olores y sabores a lo largo del proceso. Escuchar música. Ser flexible y tolerante. Crear un estilo propio. Solucionar problemas sobre la marcha. Amarrar. Sacar la cuenta de resultados. Hacer bromas. Y todo esto a la vez.

Espero haberle ofrecido a mis amigos, que vinieron encantados a participar, una experiencia tan agradable como la que yo viví ese día y aquellos días.

20.12.07

Destino

(de destinar)
1. m. Hado: fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los suceso.
2. m. Encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal.
3. m. Circunstancia de serle favorable o adversa esta supuesta manera de ocurrir los sucesos a alguien o a algo.
4. m. Consignación, señalamiento o aplicación de una cosa o de un lugar para determinado fin.
5. m. Empleo, ocupación.
6. m. Lugar o establecimiento en que alguien ejerce su empleo.
7. m. Meta, punto de llegada.

11.12.07

Dignidad

Chávez ha encarnado para muchos venezolanos la posibilidad de recuperar la dignidad o de conocerla. Algo que no mucha gente entiende, ya que esa dignidad no implica necesariamente mejorar o salir de la pobreza.

Hace bastante tiempo cené con la madre de mi amigo Arturo, que había venido de visita a Madrid, y me hizo varias preguntas: ¿Has encontrado a un hombre maravilloso? ¿Eres la jefa de prensa de Planeta? ¿Estás ganando mucho dinero? ¿Vives en un loft de diseño? ¿Tienes un coche nuevo? Desafortunadamente, tuve que decirle a todo que no. Era dependienta en una tienda de flamenco seis días a la semana, con un sueldo mínimo, alquilaba un cuarto en Carabanchel, mis prácticas en una editorial independiente no me aseguraban un empleo, no había novio ni pretendientes en el panorama, mis tres amigos no tenían contactos y me era imposible ver con claridad mi futuro más allá de un par de semanas. Tina, la madre de mi amigo, no lograba explicarse entonces mi felicidad. Me quedé pensando un minuto sobre mis últimos dos años en Caracas (sin pensar en la política) hasta que le dije: “creo que a mí me pasa exactamente como a los chavistas, he recuperado la dignidad”.

Ahora bien, no estoy de acuerdo con las motivaciones que llevan a Chávez a luchar por ganarse (y ganar a favor de los venezolanos) esa dignidad. Una lucha que viene desde el resentimiento y la venganza necesariamente cae en un juego perverso. Precisamente lo que ha logrado Chávez es remarcar el malestar. Por eso, cuando escucho o leo a un español progresista, a un intelectual socialista, que defiende el chavismo, no lo puedo entender. Apoyar la revolución bolivariana desde Europa puede parecer muy cool pero a mí me parece más bien una tendencia romántica, por no decir irresponsable.

Cuando la defensa de Chávez viene de personas cercanas, que han nacido en Venezuela o en otro país americano, siempre me pregunto, en medio de una discusión incómoda: ¿será porque yo nunca he estado muy jodida ni he sido lo suficientemente pobre? ¿Será porque fui a un colegio privado? ¿Será porque soy medio portuguesa? La gran pregunta es ¿necesito explicarles a mis amigos que se puede perfectamente no ser racista, ni elitista, ni clasista, sin ser tampoco chavista?

7.12.07

Infancia

Un domingo fuimos a comer en casa de una familia de inmigrantes españoles, amigos de mi padrastro y de mi madre, en La Candelaria. No recuerdo sus nombres pero la dueña de la casa era costurera. Había mucha gente, familia y amigos. Hasta que logré estar sola en el taller de costura pasó un tiempo. Un cuarto grandote, con maquinas, mesas de trabajo, muebles con cajones de madera, hilos de colores, revistas de moda, carretes de encajes, patrones, dibujos, abalorios, maniquíes medio vestidos, tijeras enormes y afiladas, almohadillas con alfileres de cabeza... Un parque temático de los 70. En mi casa no había visto jamás algo parecido, ninguna herramienta o materiales de aquellos y estaba absolutamente deslumbrada. Al final, cuando nos regresábamos a casa por la noche, en el carro, se dieron cuenta de que llevaba entre las manos un rollito de cinta bordada. Nos devolvimos de inmediato, después de una de las cóleras de Aquiles. Tuve que tocar la puerta, entregar el souvenir de aquella isla del tesoro y pedir perdón a su dueña. No he aprendido a coser pero desde entonces sueño con hacerlo.

Un día antes de la primera comunión nos pidieron a todos los niños que fuésemos a un ensayo general. Esperábamos sentados en los bancos a que uno por uno le llegara el turno de su encuentro con el cura. Primero hablaba un rato con ellos y luego les daba la ostia. Los comulgantes noveles se pasaban un rato de rodillas, con actitud de constricción. En eso me di cuenta de que el niño que estaba a mi lado era mi vecino. Se llamaba Ricardo y vivía en una casa frente a mi edificio, en La Florida. Nos conocíamos de vista solamente. Enseguida me contó con rabia que la marca roja que tenía en la cara había sido una de las palizas de su padre. No sabía qué hacer, pero conocía esa rabia, y le propuse que saliéramos al patio. Al fin y al cabo el cura no se iba a enterar, quedaban muchos niños todavía. Estuvimos jugando juntos el resto de la tarde. El día de la comunión fue un día estupendo. Me regalaron el libro de Heidi. Ricardo y Heidi son el mejor recuerdo que tengo de mi primera comunión.

Con diez años, cuando estaba cursando cuarto de primaria, le escribí a José Guillermo, una nota para que se empatara conmigo. Esa era la manera de hacerse novio o novia de alguien. Aunque la mayoría de las niñas que yo conocía no hicieron algo así, yo me decidí porque era un amor irremediable. Sobre el mismo papel me llegó una respuesta afirmativa, escrita por él o uno de sus amigos, donde se me proponía una cita para cerrar el pacto, que consistía en un beso. El lugar del encuentro era la cueva "Kiss", en la zona verde del colegio. Mi colegio no tenía parque, tenía zona verde. En mi país eso quiere decir un terreno, un fragmento de la naturaleza dejado de sí. A la hora, con los ojos cerrados, nos dimos un beso relámpago, delante de unos diez chicos. Inmediatamente salí de la cueva y al subir por la cuesta me caí sobre un matorral y me rompí la falda. No sé cómo pero todos en el patio de recreo sabían lo del beso y al verme con la falda rota la cosa se transformó en un escándalo. El joven director del colegio, que hasta entonces parecía ser un tipo bien moderno, nos hizo pasar a JG y a mí entre dos filas larguísimas de alumnos. Fue un simulacro de boda en toda regla.

4.12.07

My life with a dog

El dolor del domingo por la mañana lo dice todo. El día después de la mudanza uno no se despierta, resucita. Los brazos y la espalda te recuerdan que has trabajado en una oficina durante los últimos quince años y que desconoces lo que es el esfuerzo. Tanto pensar no sirve de nada.

Todo a mi alrededor es un maremagno y yo un barquito a la deriva. Imposible encontrar la cabeza o el jabón o el pan o un par de zapatos que no me rocen las ampollas. Pienso con cariño en esa idea tan lejana del sedentarismo. ¡Cómo es que he salido nómada, sin tener el don de la adaptación!

Miro con asombro un total de 100 cajas, bolsos, bolsas y maletas. Reconozco que podría vivir sin todo eso pero no puedo tomar una decisión tan importante en ese momento así que me doy unos minutos de reflexión antes de que se me ocurra una manera de empezar. A la derecha hay una caja que dice: “Literatura rusa, etc”. A la izquierda otra que dice: “Baño”. Entonces me alegro, no me he vuelto loca, sé inmediatamente por dónde empezar. En los momentos así, saber por donde empezar es un motivo de alegría.

Básicamente me dediqué todo el día a la cocina y al baño. No hay armarios ni muebles en la casa, así que el resto de las cajas las agrupé por su contenido e importancia en columnas y así se quedarán hasta nuevo aviso.

Cuando acabé con estas tareas, un poco zombi todavía, la casa ya tenía un poco de alma. Había encontrado un lugar fantástico en el centro de Madrid, más cerca del Retiro, con el suelo de madera y los techos altos, con mucha luz, con calefacción central, con la cocina nueva. En cuatro semanas había logrado resolver el problema en que me puso mi casero ilegal. Estaba muy contenta. Por fin podría descansar.

Salí a dar un paseo con Tieta y luego la dejé en casa mientras buscaba una cortina para el baño y comida para la semana. Me tardé unas dos horas. Al regresar encontré en la puerta una amenaza de mi vecina escrita en mayúsculas: "Encárgate de tu perro. No para de llorar. Es insoportable. Mañana te denunciaré con la policía y con ambiente si sigue igual". Salimos corriendo al veterinario. Empieza de nuevo el tratamiento para la ansiedad de separación y como dice Scarlet en Lo que el viento se llevó: mañana ya veremos. Siempre queda el recurso de matar a la señora.

De momento, una foto de la mudanza.