9.11.06

La manada

Una noche en Caracas, cuando Tieta todavía era un cachorro, salimos corriendo por una callecita en Los Palos Grandes mientras mis amigas esperaban unas pizzas en la terraza del restaurante de Evio di Marzo. Habíamos cogido impulso suficiente para volar cuando nos enredamos en un poste. Ella se soltó pero yo seguí aferrada a la correa, hasta que de un tirón me caí de espalda al suelo. Una semana después no podía con el lumbago y le conté a José Roberto Duque lo que había pasado. Recuerdo que me dijo: “si fueras un hombre te diría que eso te pasa por andar con perras”.

Desde el año 2000 Tieta y yo vivimos juntas. Fue un regalo sorpresa de navidad que me hizo mi ex para compensar, como me explicó unos años más adelante, la compañía que él no podía ofrecerme, tan ocupado como estaba siempre en su trabajo.
Han pasado todos estos años para que yo comprendiera los principios básicos de la convivencia humano-canina. El primero: que los perros viven en manadas, y que Tieta y yo formamos una manada. El segundo: que en cada manada hay un jefe, y que yo soy el jefe en esta manada. El tercero: que hay ciertos perros que no soportan que sus jefes abandonen la manada, como Tieta. El cuarto: que los problemas de la manada son los problemas vitales del jefe, es decir, que el sufrimiento de Tieta es mi problema vital.
En lenguaje veterinario esto se llama ansiedad por separación. Una enfermedad que consiste en un sentimiento de abandonado insoportable que puede manifestarse objetivamente por medio de la destrucción de objetos y/o llantos y ladridos.
En Caracas Tieta se comió los exámenes de mis alumnos, todos los libros, los rodapiés de madera, los teléfonos, el sofá de piel, el sofá nuevo y todas las cosas que pudo alcanzar. Cuando el apartamento se convirtió en un escenario minimalista y, por otra parte, yo necesitaba replantar mi corazón urgentemente, tuve dos buenas razones para cruzar el Atlántico.
Ahora, en el apartamento donde vivimos en Madrid, no hay exámenes, ni libros, ni teléfonos, ni sofás, pero Tieta no ha logrado sentirse segura todavía. Ha enloquecido a los vecinos a punta de aullar, mientras yo estoy en la oficina, y me temo que muy pronto nos veremos obligadas a ser una manada callejera si no encuentro una solución.
Cuando estábamos en Caracas, para subirme un poco la moral, llegué a plantearme que las cosas materiales no tenían valor, aunque no me sirvió de mucho porque la verdad es que sí me importan. Ahora me pregunto constantemente si seré capaz de inventar algo que hacer para vivir, sin tener que separarme de ella.

Me parece, eso sí, que esta enfermedad de Tieta, típicamente canina, tiene su equivalente en los especimenes humanos más débiles. Al igual que le pasa a los perros, algunas personas no soportan la partida de sus jefes de manada y, mucho menos, la idea de vivir abandonados.

3.11.06

Niños

Me encanta salir de la oficina para comer y casi siempre voy a casa. La noche anterior había preparado unos tallarines de arroz con soya, brécol, tomates cherry y cerdo, que me gustaron mucho. El trayecto entre mi casa y la oficina dura diez minutos. Generalmente subo por la calle Doctor Fourquet, la única calle glamorosa que hay en Lavapiés. Frente a mí bajaba un grupo de niños. No los conté pero creo que eran cinco o seis y tenían menos de siete años, seguro. Cuando nos acercamos uno de ellos me metió una patada brutal y me caí directamente de cabeza al suelo. Tenía los ojos cerrados, sólo me dolía la espalda pero no escuchaba a los niños ni los sentía por ninguna parte. Habían salido corriendo. No se llevaron mi bolso, estaba debajo de mí. Aunque no sé si querían robarme. Dos personas de la Librería me ayudaron a sentarme, me trajeron agua y servilletas. La sangre chorreaba por la cara y por las manos pero al principio no sabía de donde salía. Fui al médico del seguro de la empresa, más que nada para cumplir con el guión. La sangre salía del interior de la nariz. Ahora tengo una inflamación en el labio superior y una marca pequeña fuera de la nariz. Me duelen el cuello y la espalda. Eso es todo. Sin embargo, me preocupan mucho esos niños. No siento rabia por ellos sino pena. Pena de lo que será de sus vidas. Me recuerdan mucho a los niños de Caracas, aunque estos todavía no tengan que dormir en la calle ni andar armados.