15.4.08

Espera a ciegas


Ayer una mujer y yo esperábamos al autobús en la parada de Francisco Silvela con Diego de León, a plena luz de mediodía. Ella llevaba un moderno abrigo de entretiempo, de cuadros negros y blancos, maquillaje fresco, cabello castaño de peluquería, uñas rojas, pendientes largos y tacones. Después de 15 minutos un autubús se acercaba. Más o menos cuando venía a 50 metros me preguntó si era el Circular, el C2. Hice un esfuerzo pero no le pude contestar, luego me sonreí. Me pasaba igual que a ella. Ni mi compañera, de unos 70 años, ni yo, éramos capaces de ver la nomenclatura sobre la cabecera del autobús. Al final sí que era el autobús que esperábamos las dos.

Mis problemas de la vista son viejos. Desde los los 4 años no veo bien y tengo que llevar mis gafas puestas. Por suerte los autobuses son ese tipo de cosas que si no puedes ver de lejos, no pasa nada. Incluso así, sin ser vistos, llegan en algún momento y siempre son bien recibidos.


Ilustración: Cartel de Snellen para el clásico examen de la vista.

8.4.08

El carro fantástico


A Maiela, que me hizo una pregunta.

¿Un carro grande? No se me ocurriría nunca. Los carros de cuatro puertas con maletero no se hicieron para mí. Si me regalaran uno, lo vendería. Hace diez años atrás o más pensaba que era un asunto generacional, que pasaría el tiempo, pero no ha sido así. De hecho, ahora creo que los carros pequeños son un estilo de vida, una marca de carácter.

Como dicen que es bueno tener algunas manías, me he permitido darle rienda suelta a mi atracción por los carros pequeños. ¿Por qué? Dentro de un carro pequeño me siento tan cómoda como un pez en el agua, dueña de mi mundo. No se me ocurre otra cosa para explicar en que se fundamenta mi atracción.

En Caracas tuve un Volkswagen Escarabajo, verde chillón. Tenía 21 años cuando lo compré y era del 70, así que ¡teníamos la misma edad! Fue una revelación. Me convertí en ídolo de mis pequeños hermanos. Ellos y sus amigos del cole se subían orgullosos en mi nave. Los valet parking me negaban el acceso a los restaurantes del este pero a veces pasaba por millonaria excéntrica. Era muy divertido. Aprendí a cambiar el platino y el condensador. Me hice amiga de un mecánico italiano, que me sacaba de apuros. Así que el carro se convirtió en mi modus vivendi. Se lo vendí a mi amigo Antonio González en el 96, la primera vez que vine a vivir a Madrid. Fue como dejarlo en mis manos. De hecho, nunca llegamos a arreglar los papeles. Después tuve un Renault Twingo, cero kilómetros, que fui a recoger en Mérida porque en Caracas estaba agotado. Era amarillo taxi y lo vendí para pagar el máster de edición en Madrid. No puedo separar esos carros de los grandes momentos, hemos compartido una vida sentimental.

Una de las principales causas por las que la gente prefiere tener un carro grande es la familia. Excusas. ¿A quién se le puede olvidar que las familias enteras viajaban dentro de unos vehículos más que compactos en los 70 y 80? Esa época feliz en la que no existían los monovolúmenes.

A mi no me tocó viajar con toda la troupe, incluidos la abuela, el perro y la bicicleta, porque fui hija única hasta los 10 años. Sin embargo, me di el lujo de viajar a los nueve años en un Mercedes Benz 280 SL, el modelo “pagoda”, desde Caracas hacia El Dorado, ida y vuelta. Todo el pequeño asiento trasero era para mí sola. Antes de llegar a Guasipati le recogimos el techo. Ese viaje fue fundamental, en sí mismo.

Ahora sueño con el Fiat 500 que ha salido. El remake del clásico. ¿Has visto La Dolce Vita?

Pues eso, lo que importa en mi vida puede ir dentro de un carro pequeño. Si es así, ¿para qué uno grande?