El concepto de segunda mano, casi desconocido para mi antes de vivir en Londres. se resumía a unas pocas y viejas experiencias: el armario de mi tía Ernestina y el Mercado de los Corotos de Caracas. Ambos me sacaron del apuro, alguna vez, a la hora de encontrar un vestido diferente para una fiesta universitaria. Lo que significaba un vestido Diferente a los 20 años, en 1990 y en Caracas, es exactamente lo mismo que hoy llamamos, un fancy dress. Después de aquella etapa han pasado muchas otras en las que he pensando que el placer de estrenar ropa, ropa nueva, es algo insustituible, hasta que empecé a trabajar como voluntaria en una charity shop.
La tienda de Chelsea recibe a diario donaciones: ropa de mujer, hombre y niños, zapatos, juguetes, vajillas, manteles, cuadros, películas, discos, libros, joyas, etc. Principalmente, ropa. De todas las marcas. Desde Primark a Prada. También vintage. Los objetos se seleccionan, los zapatos se limpian y la ropa se alisa con vapor. Todo recibe un precio reducido. Aproximadamente, la tercera parte de su valor. Mi trabajo es poner en orden la tienda, vestir los maniquíes y cambiar la vitrina. Cuando puedo, me gusta poner precios a las cosas y estar en la caja. Hay un equipo de voluntarios, grande y grandioso, y una manager imparable.
Desde el 1 de junio, han pasado ya unas cuantas cosas por mis manos que me hubiese gustado comprar. Otras, que hubiese dejado de lado por imposibles, encuentran pronto un dueño. Y entre una cosa y otra, lo que más me gusta de este trabajo es estar con los clientes. Los que pasan revista en las estanterías y los percheros, a la misma hora cada día, con un fervor envidiable, buscando algo especial. Nos reconocemos, con una sonrisa. He ido viendo la alegría con la que encuentran vinilos, broches, acuarelas, teteras, pañuelos, libros... De vez en cuando suena la flauta, es un momento mágico. Una estrámbótica mantequillera antigua de porcelana británica amarilla, unos guantes de terciopelo azul con botones de perla, la primera edición de Great Expectations.
A la gente le gusta comprar en una tienda de segunda mano porque los precios son más bajos. Es una atractiva oportunidad la de comprar artículos costosos, con poco uso o en buenas condiciones, a un precio razonable. Es una actitud responsable con la propia economía o, a la antigua, una actitud ahorrativa. De todas maneras, la alta rotación que existe en una charity, a donde sólo llega una parte de los bienes de primera mano que se consumen, me hace pensar que sobre todo somos compradores. Ni compradores de primera ni de segunda mano, no haría divisiones.
Adicionalmente al factor ahorro, el sector de segunda mano tiene otros efectos secundarios: positivos, en este caso. Uno tiene que ver con el ambiente. Las donaciones se convierten en bienes con una segunda oportunidad antes de llegar al vertedero. El otro tiene que ver con la contribución que hacen los compradores a la organización que hay detrás, la cual trabaja en favor de los animales abandonados, la infancia explotada, el cáncer, las personas mayores o los pobres, por poner algunos ejemplos.
Visto así, ahorrar, contribuir en lo posible con el ambiente y ser solidario son factores suficientes para apoyar las bondades de una charity shop. Sin embargo, el factor sorpresa explica el por qué hay clientes que prefieren comprar una corbata retro de punto o una jarra de leche en forma de oveja. Ellos están buscando historias y fantasías ajenas, para revivirlas. Son cazadores de almas en el olvido.
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